Se suele argumentar que no hay más literatura que la que no tiene calificativos que limiten el término, que sólo es válido el nivel de calidad: buena y mala literatura; que la edad no puede considerarse como un criterio diferenciador; que escribir para un público determinado es negar el arte o que la llamada literatura infantil no sería más que la adaptación y simplificación de las creaciones adultas a la capacidad limitada del niño. Algunas posturas extremas llegan a identificar literatura infantil con mediocridad literaria y piensan que es mera invención de críticos de discutible talla y de los intereses comerciales de las empresas editoriales.
Desde las posturas esteticistas de Benedetto Croce o Juan Ramón Jiménez. No cabe duda de que la literatura es un hecho único, pero como todo arte adopta muchas y variadas manifestaciones porque no existe el público en términos absolutos, sino los receptores, diferenciables y diferenciados en razón de su ansia estética y de sus posibilidades de interpretación de la obra artística polisémica, como analiza la «estética de la recepción». La literatura se ofrece a la heterogeneidad de gustos y sensibilidades (producto de situaciones económicas, sociales y culturales diversas) que, en diferentes grados y niveles, requieren la dimensión estética como necesidad vital.
Un concepto selectivo del arte nunca podría explicar su hondo significado humano. El arte cumple una función antropológica. Todas las personas tenemos necesidad de la visión artística, tentativa destinada a expresar de manera nueva el enigma del mundo, esa experiencia que dice más, que aporta alguna luz sobre nuestra existencia. El arte cumple así una finalidad utilitaria, la de proporcionar conocimientos por la vía de la emoción. Y se ofrece en formas simples y en formas depuradas, en manifestaciones herméticas cultísimas para minorías selectas y en aquellas otras sencillas y al alcance de los más ingenuos, o que de esta manera elemental las interpretan. Así lo atestiguan siglos de cultura: literatura culta y literatura popular: romances de ciego, pliegos de cordel, seriales radiofónicos, telenovelas...
Así también la literatura para niños. No quiere esto decir que la literatura infantil sea «subliteratura», hay obras espléndidas en este campo, sino en el sentido de afirmar la existencia de públicos distintos, con necesidades e intereses propios; el infantil es uno de ellos. Como concluye López Tamés (1985, 17):
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